EL PESCADITO DE ORO

 

Este era un rey que no se alimentaba sino de pescados, y para que lo abasteciera de esta carne tenía a su servicio a un viejecito que todos los días iba a pescar al mar. Le pagaba bien por su trabajo; pero lo tenía amenazado con que le haría cortar la cabeza el día que no le llevara provisión fresca de ellos.

 

Este viejecito vivía en una pequeña casa cerca de la costa, en compañía de su mujer, de dos hijas a quienes quería entrañablemente, sobre todo a la menor, que era muy buena y cariñosa con él; y de una perrita, que todas las tardes cuando volvía con la pesca, salía a recibirlo.

Un día el viejecito no sacó nada en la red, a pesar de haberla arrojado muchas veces al agua y lamentándose de su mala suerte se sentó en un peñasco a llorar su desgracia, porque veía que su fin iba a llegar.

 

Llorando estaba cuando entre las olas asomó la cabeza un pescadito colorado y le preguntó.

-¿por qué llora el buen viejo?

El interpelado, entre sollozos, le contó lo que le pasaba; que por más que había echado las redes al mar, nada había sacado, y que si no le llevaba pescados al rey, este le haría cortar la cabeza.

 

El pescadito le dijo entonces:

-Yo te daré todos los pescados que tu quieras, mientras vivas, con la condición de que me des a la que salga a recibirte cuando vuelvas a tu casa. El viejo le dijo que no tenía inconveniente en aceptar esta condición, porque el pobre se figuraba que, como de costumbre, saldría a recibirlo la perrita.

El pescadito ordenó al anciano que echara la red; el viejo obedeció, y pocos momentos después la sacaba llena de congrios, corvinas, truchas y robalos, tan grandes, tan gordos y tan lindos como nunca los había visto.

Se fue muy contento a su casa, y cuando le faltaban unas dos cuadras para llegar a ella, salió a encontrarlo su hija menor. Ya había olvidado su promesa.

Estaba la familia del pescador sentada a la mesa tomando la sopa, cuando se oyó un fuerte silbido que venía del lado del mar; y solo entonces se acordó el anciano que tenía que llevar a su hija menor para entregársela al pescadito. Al punto se puso muy triste, lo cual todos notaron. Entonces le pidieron que les dijera por qué tan de repente se había puesto así, siendo que debía estar contento como nunca por haber traído tan buena pesca. Les contó lo que le había pasado, y concluido su relato, la hija menor le dijo:

 

- Cumpla, padre, lo que ha prometido, porque si no, es seguro que mañana no pescará nada y el rey le mandará a contar la cabeza.

 

Llorando se fueron los dos para el mar; y cuando llegaron el pescadito, que estaba esperándolos, mandó al pescador que se subiese a una roca y dejara a su hija en la arena, porque las aguas iban a subir y se iban a tragar a la niña.

Así sucedió. Subió el mar y la niña desapareció. En cuanto descendieron las aguas, bajó el pobre viejo y se volvió a su casa triste y lloroso.

 

Cuando la niña desapareció debajo del agua, el pescadito la llevó a un hermoso palacio que había en el fondo del mar y le dijo que cuanto veía era todo de ella; pero que si quería vivir feliz no encendiera ni fósforo ni vela en la noche, porque en el momento que alumbrara su dormitorio, todo lo perdería.

El palacio era más grande y mejor que el del rey a quien servía su padre y nada faltaba en él. En el día estaba muy bien alumbrado, pero en l anoche, en el instante mismo en que la niña se acostaba, quedaba sumido en las tinieblas.

Estaba custodiado por un enorme perro que se llamaba Leofricome, al cual -dijo el pescadito a la niña- debería pedir todo lo que necesitase, con la seguridad de que al punto sería servida.

Todas las noches, en cuanto la niña se metía en la cama y el palacio se oscurecía, sentía que alguien se acostaba a su lado. Ardía la niña en deseos de saber quién era la persona que dormía con ella.

Una tarde en que la niña paseaba, acompañada de Leofricome, por el huerto que había en el fondo del palacio, vio que en una rama de un peral muy alto estaba una tenquita cantando que se volvía loca.

La niña le preguntó a Leofricome:

- ¿Qué hace aquella tenquita que estás cantando allá arriba de aquel peral?

Leofricome le contestó que era su hermana, que al día siguiente se iba a casar y que venía a convidarla.

La niña le dijo:

- ¿podré conseguir permiso para ir al casamiento? Leofricome le contestó que si, que hablara en la noche con el pescadito cuando se acostara con ella.

La niña quedó pensativa, porque creía que era un hombre que dormía a su lado. Sin embargo, en la noche, completamente a oscuras, habló con el ser que la acompañaba, y éste le dio el permiso que pedía para ir a casa de sus padres; pero hasta por dos días solamente y debiendo ir acompañada de Leofricome.

Cuando llegó a casa de sus padres, cargada de regalos para ellos y su hermana, estaban en lo mejor de la fiesta. Leofricome se quedó en la puerta cuidando que la niña no huyera, y ella se fue adentro con sus padres a contarles todo lo que le había pasado.

La madre le aconsejó que cuando se fuese llevara dos paquetes de vela y dos cajas de fósforos y que encendiese una vela cuando en la noche sintiera roncar al pescadito o al hombre que se acostaba en su cama.

Pasaron los dos días que la niña tenía de permiso y volvió con Leofricome al fondo del mar. Y en la misma noche, deseosa de conocer al que compartía el lecho con ella, en cuanto lo sintió roncar encendió una vela y vio que era un príncipe hermosísimo. Entusiasmada y para verlo mejor, inclinó la luz; pero, para su desgracia, cayó una gota de esperma sobre la mano derecha, que el príncipe tenía fuera de la cama. Con la impresión de calor que la esperma le produjo en la piel de su mano, despertó el príncipe, la reprendió muy airado, le dijo que ya no volvería a verlo más e inmediatamente se transformó en el pescadito colorado y se fue.

Desde aquella noche se vio en el palacio la luz de la luna y de las estrellas, lo mismo que en la tierra.

Después de algún tiempo la niña tuvo un hijo que nació con un candadito de oro en el estómago. Cuando ya se sintió bien, fue donde Leofricome y le dijo que quería volver a casa de sus padres. Leofricome le contestó que no podría salir del mar sin permiso del pescadito, a no ser que quisiera ver a su padre muerto. Entonces ella le preguntó que a donde podía irse, porque no quería vivir más en el palacio, que a cada paso le recordaba su desgracia.

Leofricome tomo un ovillo de hilo y cogiendo la punta, lo lanzo con todas sus fuerzas; en seguida dijo a la niña que siguiese el camino que el hilo le indicaba y que sería bien recibida en la casa en que había ido a dar la otra punta.

Después de andar muchos días, porque el extremo del ovillo había caído muy lejos, llegó con su niño a unos corrales que pertenecían al palacio de los padres del príncipe.

Cuando entraron, todos los animales se pusieron a bramar a la vez y el rey, al sentir tanto ruido, dijo a la reina

- Algo extraordinario debe pasar en los corrales, cuando los animales forman tanta bulla.

Fue a los corrales y encontró a la niña que estaba dándole de mamar a la guagua. Los recogió y los llevó al palacio.

Cuando el rey y la reina vieron que la guagua tenía en el estómago un candadito de oro, conocieron que era hijo del pescadito, porque el pescadito tenía la misma señal, y los recibieron como a hijos de ellos, a la madre, al niño, y todos comían en la misma mesa.

Pasado algún tiempo, volvió una noche el pescadito a su palacio para ver su la niña continuaba siempre allí, porque seguía amándola con mucho cariño y no podía olvidarla. Cuando vio que no estaba escribió una carta a sus padres en que les preguntaba si habían visto por casualidad a una niña con las señas que les daba; y la mandó con Leofricome.

Los padres le contestaron que la niña por la cual les preguntaba debía ser una que hacía tiempo había llegado a su palacio con una criaturita que tenía un candadito de oro en el estómago y que ellos tenían a su lado como hijos.

Supo la niña que el pescadito iba a buscarla y temiendo que fuera con intenciones de matarlos a ella y su hijo, huyó sin decir nada, para unas montañas y se ocultó en el bosque.

Llegó el pescadito y se encontró con la madre y el niño habían desaparecido. Salió inmediatamente a buscarlos y después de mucho tiempo y grandes trabajos, los encontró en el bosque.

En ese mismo momento se acabó el encanto y el pescadito, convertido en hermoso príncipe que la niña había visto a la luz de la vela, se arrodillo en sus plantas y le suplicó que lo perdonara; que lo hiciese por su hijo, que todo que se había pasado había sido efecto del encanto que en ese momento se rompía.

 

La niña, feliz de volver a ver otra vez a su príncipe, lo perdonó de muy buena gana y vueltos al palacio de los reyes, se casaron para siempre, vivieron muy dichosos y fueron reyes del mar; y Leofricome, transformado en un gallardo mozo, fue mayordomo del palacio.

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Referido en 1911 por Samuel Antonio Letelier , de 9 años, de Molina. Lo oyó contar en 1910 en Linares.

Cuentos Populares en Chile - Selección de Ramón Laval; página 9, Editorial SM 1997